miércoles, 20 de junio de 2012

Adiós


Mario Monroy era mi padre.

 Hace unas horas su cuerpo fue cremado.

Son las cinco de la mañana. Sentado a la orilla de la cama donde durmió apenas hace unos días, tomo sus lentes y siento con mis dedos las zonas lisas del plástico que rozaban sus sienes, luego hago lo mismo con su bastón  de aluminio y vuelvo a sentir en la empuñadura los surcos que alisaron sus dedos. Nuestros cuerpos desgastan los objetos que usamos. Sus pantuflas también están aquí. Sus lentes, su bastón y sus pantuflas, parecen reclamar su soledad, exigen en silencio la presencia del que ya no está. No tengo sueño. Intento recordar lo que sé.

Mario es un niño de diez años. Es de madrugada y viaja solo en tren hacia la Ciudad. Ha escapado buscando a su hermana mayor que apenas hace un mes se fue a trabajar. Trae un pan para comer en el camino. En el pueblo se ha quedado su abuela y sus tres hermanos más pequeños. Su madre hace muchos años que murió. Su padre lo desprecia y vive con otra familia.

En el tren -es la primera vez que sale del pueblo- tiene un recuerdo: oye el tintineo de unas monedas que caen entre las piedras de la calle, su padre las acaba de arrojar desde la puerta de la cantina para que él las recoja, así le responde a sus reclamos de ayuda. Y su memoria tiene más: oye caer las piedras que le arroja la señora esposa de su padre entre insultos y desprecio, cuando pasa frente a su casa.

El hambre. La miseria. Los reclamos.

Pero es un niño y hace poco ganó un pastel en el concurso de aficionados al canto en la radio del pueblo (un señor poniendo discos que suenan en una bocina dirigida hacia el templo) con la canción espejito compañero. Es un niño y cuida a una gallina y pronto llorará porque su abuela la matará para comer. Y ese niño hace apenas dos meses acudió con el alcalde para denunciar el abandono de su padre. Tiene madera el niño. Se levantará de la miseria.

Tengo sus lentes entre mis manos. A través de sus rayados cristales sus ojos me miraron sonriendo hace unos meses, en los días en que me visitó. Se los quitó para secarse las lágrimas que le salían constantemente al hablar. Dice mi hermano que lloraba porque cada palabra que emitía iba cargada de recuerdos. Lo cierto es que no lloraba de tristeza sino de una especie de nostálgica felicidad.

Una vez, hace unos años, cuando la ancianidad aun no se posaba en su alma, escuché sin querer una conversación de mi padre con algún conocido, a través del teléfono. Era la narración vívida de alguna de sus antiguas aventuras sexuales. Sonreí irónico para mí, entonces,  y sonrío pensativo hoy, a esta hora del amanecer, viendo los restos de sus huellas en sus objetos personales. Lo imagino, lo siento aquí, vivo, su respiración me sorprende al oído, su presencia es ahorita tan viva como cuando lo ayudé a vestirse en el invierno pasado.

Hace unas horas lo vi por última vez a través del cristal, antes de entrar al siniestro horno. Sus ojos cerrados me dieron la impresión de que estaba soñando. Y vi su sueño. Se recordaba en la cima del volcán. A un lado la pendiente del cráter exhalante, al otro la nieve lamiendo trozos de nubes. El niño huérfano y miserable quedó atrás, ahora es Mario, y acá arriba, respira el sabor de la victoria frente a la adversidad. Aún es pobre pero hoy más que nunca en este sitio saborea el olvido de su miseria. Aquí, en lo alto, respira profundo y se siente  al fin un hombre completo. Tiene una mujer que lo espera y los hijos ya llegaron, desea tener muchos más. Es dueño de su vida.

Cuando yo era niño veía a mi padre a diario, sólo un rato por las noches, al final de la jornada. Poco tengo qué decir de esta época, salvo los días y las noches en que por primera vez vi el terror en sus ojos y en los de mi madre cuando mi hermano mayor desapareció algunos días en el sesentayocho. Recuerdo sus agitados dedos buscando en largas listas de nombres en el diario.

Antes de mi adolescencia disfruté acompañarlo a su trabajo de vez en cuando. Era vendedor. Visitábamos a sus clientes en varias oficinas, luego a la librería Zaplana y al final café y pan en el superleche. Una delicia.
Pronto amanecerá. Pienso en el lugar común: ya anciano el padre, el hijo se convierte en una especie de padre de su padre. Tuve esa convicción cuando me visitaba. Lo mismo mi hermana con quien vivió sus últimos años. Y uno es capaz de sentir ternura de su propio padre, como tierno nos parece el candor de un niño.

Del pueblo minero entre el bosque, a un catre con pulgas en la capital y de ahí a la horrible vecindad. Luego a los llanos salitrosos de Texcoco y de ahí al pueblo de Los Reyes. Un largo camino recorrido. Mario recuerda los días en que ayudaba a los quehaceres en la casa rica donde su hermana era una de las sirvientas. Recuerda el infarto de su hermana mayor, en esa casa, un mediodía en que los patrones estaban de viaje: los muertos ahora, después de tantos años, son muchos y se acumulan en recuerdos que aunque vagos  aumentan la percepción de sobreviviente con la que ha venido lidiando desde hace algún tiempo. Ya incluso –me lo confesó una noche- ha visitado funerarias para saber el costo de sus exequias.

Durante décadas aprendió frente al ninguneo y la discriminación, el despreciable arte de la burla mordaz; fue una especie de acto reflejo al librar la cotidiana batalla por salir de la miseria e incrustar a sus hijos como polizones a una clase media que él vislumbraba para ellos.

Hoy es fin de semana. Principios de los años setentas. Mario se siente en el cenit de su existencia. Hoy su hija mayor se casa. En el espejo se ve bien con su traje gris oscuro y su corbata a rayas, sus lentes cafés le dan el aire de importancia que desea, algunas canas asoman tímidas en sus sienes, se frota la piel de sus mejillas y se dice a sí mismo: -has triunfado. Y termina de peinarse. Está en la plenitud de su camino. Tiene la secreta convicción de que a la mitad de su vida ha vencido la miseria. Lo comprueba al escuchar el sonoro Don Mario en boca de otros.

Muerdo sin sentir la uña del pulgar en estas cavilaciones.

Parece que la noche no quiere morir.

Hace más de tres décadas conoció a una mujer y abandonó a mi madre. Abandonó todo y tanto,  que no asistió ni al entierro de su propio hermano. Quiero imaginar que valió la pena para él.  Aún con el dolor no percibí nunca el anidamiento del rencor en mi corazón. En el inventario del hombre pesan mucho los recuerdos de la niñez. Hoy estoy aquí, en este cuarto, con  el peso de esos recuerdos que siendo tantos me son al mismo tiempo leves y que al nombrarlos quedamente entre mis labios aligeran mi alma, como leve quedó el pecho de mi padre, libre al fin del marcapasos.

Ya amanece.

sábado, 2 de junio de 2012

Revista casera






He trabajado en la edición de varias revistas.
Casi todas locales.
Algunas de esas publicaciones fueron ediciones singulares, con personalidad propia. Interesantes.
Otro día contaré uno que otro pasaje de esa parte de mi vida.
Hoy me detengo en una de esas revistas, la menos importante para cualquier sector social, pero la que más satisfacción me ha dejado.
Esa revista la hice hace quince años.
Era una publicación casera, de edición limitada. No más de treinta ejemplares.
Reporteaba un promedio de quince o veinte notas, agregaba fotografías y elaboraba un diseño en el antiguo page maker de mi vieja mac. Sobre la marcha quitaba o agregaba notas. El lenguaje utilizado estaba entre la seriedad, la ironía, la broma o el sarcasmo. Armaba un original tamaño carta con impresión laser blanco y negro y le sacaba copias (en aquel entonces aún decíamos fotostáticas). Se mandaban por correo a la ciudad de México y Guadalajara, donde estaban los pocos lectores.
Aprovechaba mis viajes más o menos frecuentes a esas dos ciudades para tomar notas, datos y por supuesto fotografías.
Sobre éstas, debo decir que por más que me esmeraba en escanearlas muy bien, la impresión en mi antigua laser de mac era de muy baja resolución (trecientos dpi era el estándar) y para acabarla de amolar la edición en copias echaba a perder la calidad de las imágenes.
Eso lo trataba de compensar con un diseño ágil entre “moderno” y retro. Para los títulos más importante utilicé una tipografía que emulaba el antiguo tipo de metal maltratado, golpeado; y en los subtítulos usé una fuente clara, limpia, alargada, de bordes estilizados. La combinación creo que era buena. Invitaba a la lectura.
Por otro lado ningún título era serio. En todos había una señalada intención escandalosa, quizás exagerada, al estilo de la prensa amarillista, aunque en este caso se trataba más bien de un juego visual.
Escogí un nombre provocador para la revista. Un nombre con el que quise sintetizar una vieja tradición entre algunos de mis lectores.
El Naco Postmoderno, la llamé.
¿Por qué ese nombre?
Porque  en algún momento de la infancia o adolescencia mis hermanos y yo comenzamos a nombrarnos Nacos en nuestras conversaciones. Al principio –creo- con un sentido peyorativo, sobajador. Y luego, por la costumbre, se convirtió en un término familiar, tan cordial como decir “mano” “manito” o “carnal”.
Tan común fue entre nosotros que cuando nuestras hermanas lo comenzaron a usar, ya el vocablo “Naco” se transformó en una especie de símbolo familiar. Una característica de los monroyes.
¿Y qué tiene que ver la familia con esta revista?
Es que el Naco Posmoderno era una revista para mi familia solamente.
La idea la tomé del padre de Marco, mi amigo. Un día que estuve en su casa vi que su papá traía la revista en sus manos y ahí me enteré de su labor de periodismo familiar. Unos años después publiqué El Naco.
Fue tan fuerte la influencia de El Naco, que aún hoy- quince años desde aquel entonces- varios familiares lo recuerdan y me instan a volver a publicarlo.
Ahora estoy ojeando algunos de esos ejemplares y mi cerebro va de una amarga tristeza a una nostalgia reprimida.
De pronto un dolor se me clava muy dentro… rememoro esos días:
Javier, mi hermano aún no nos había sido arrebatado por la diabetes, Javis, mi sobrino aún vivía, lejos estaba el día del accidente; Pigus, hijo de mi hermano Mario todavía estaba aquí vivo, sano, su cuerpo no conocía el cáncer.  Las dolorosas ausencias comienzan a poblar mi conciencia… me detengo.
Una revista –aunque sea familiar- siempre deja constancia de su tiempo.
Forma parte de nuestra memoria colectiva.
Ya vuelvo. Veo en las páginas de El Naco también el otro lado de la moneda: la alegría que nos cubrió una vez. Las risas, las fiestas, los aniversarios, el inicio de proyectos.
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Antier conocí la revista RanAzul en su edición digital.  Es una revista cultural que publica la UAM Xochimilco.
Al leer la editorial del segundo número quedé pasmado al leer el título: El Naco Postmoderno.
¡¿Quééé?!
Lo leí. Y sí. Efectivamente habla de mi revista y de lo que llamó el clan de los monroyes.
Luego luego investigué y me enteré: el director y redactor de la editorial es Héctor, un entrañable amigo de la secundaria, al que no veo desde hace muchos años. Me imagino que en alguna visita a la casa de mi madre, debió haber visto un ejemplar de El Naco para ahora hacer memoria de él.

¡Vivan los Nacos!