Mario Monroy era mi padre.
Hace unas horas su
cuerpo fue cremado.
Son las cinco de la mañana. Sentado a la orilla de la cama
donde durmió apenas hace unos días, tomo sus lentes y siento con mis dedos las
zonas lisas del plástico que rozaban sus sienes, luego hago lo mismo con su
bastón de aluminio y vuelvo a sentir en
la empuñadura los surcos que alisaron sus dedos. Nuestros cuerpos desgastan los
objetos que usamos. Sus pantuflas también están aquí. Sus lentes, su bastón y
sus pantuflas, parecen reclamar su soledad, exigen en silencio la presencia del
que ya no está. No tengo sueño. Intento recordar lo que sé.
Mario es un niño de diez años. Es de madrugada y viaja solo
en tren hacia la Ciudad. Ha escapado buscando a su hermana mayor que apenas hace
un mes se fue a trabajar. Trae un pan para comer en el camino. En el pueblo se
ha quedado su abuela y sus tres hermanos más pequeños. Su madre hace muchos
años que murió. Su padre lo desprecia y vive con otra familia.
En el tren -es la primera vez que sale del pueblo- tiene un
recuerdo: oye el tintineo de unas monedas que caen entre las piedras de la
calle, su padre las acaba de arrojar desde la puerta de la cantina para que él
las recoja, así le responde a sus reclamos de ayuda. Y su memoria tiene más: oye
caer las piedras que le arroja la señora esposa de su padre entre insultos y
desprecio, cuando pasa frente a su casa.
El hambre. La miseria. Los reclamos.
Pero es un niño y hace poco ganó un pastel en el concurso de
aficionados al canto en la radio del pueblo (un señor poniendo discos que
suenan en una bocina dirigida hacia el templo) con la canción espejito compañero. Es un niño y cuida a
una gallina y pronto llorará porque su abuela la matará para comer. Y ese niño
hace apenas dos meses acudió con el alcalde para denunciar el abandono de su
padre. Tiene madera el niño. Se levantará de la miseria.
Tengo sus lentes entre mis manos. A través de sus rayados
cristales sus ojos me miraron sonriendo hace unos meses, en los días en que me
visitó. Se los quitó para secarse las lágrimas que le salían constantemente al
hablar. Dice mi hermano que lloraba porque cada palabra que emitía iba cargada
de recuerdos. Lo cierto es que no lloraba de tristeza sino de una especie de
nostálgica felicidad.
Una vez, hace unos años, cuando la ancianidad aun no se
posaba en su alma, escuché sin querer una conversación de mi padre con algún
conocido, a través del teléfono. Era la narración vívida de alguna de sus antiguas
aventuras sexuales. Sonreí irónico para mí, entonces, y sonrío pensativo hoy, a esta hora del
amanecer, viendo los restos de sus huellas en sus objetos personales. Lo
imagino, lo siento aquí, vivo, su respiración me sorprende al oído, su
presencia es ahorita tan viva como cuando lo ayudé a vestirse en el invierno pasado.
Hace unas horas lo vi por última vez a través del cristal,
antes de entrar al siniestro horno. Sus ojos cerrados me dieron la impresión de
que estaba soñando. Y vi su sueño. Se recordaba en la cima del volcán. A un
lado la pendiente del cráter exhalante, al otro la nieve lamiendo trozos de
nubes. El niño huérfano y miserable quedó atrás, ahora es Mario, y acá arriba,
respira el sabor de la victoria frente a la adversidad. Aún es pobre pero hoy
más que nunca en este sitio saborea el olvido de su miseria. Aquí, en lo alto,
respira profundo y se siente al fin un
hombre completo. Tiene una mujer que lo espera y los hijos ya llegaron, desea
tener muchos más. Es dueño de su vida.
Cuando yo era niño veía a mi padre a diario, sólo un rato
por las noches, al final de la jornada. Poco tengo qué decir de esta época,
salvo los días y las noches en que por primera vez vi el terror en sus ojos y
en los de mi madre cuando mi hermano mayor desapareció algunos días en el sesentayocho. Recuerdo sus agitados
dedos buscando en largas listas de nombres en el diario.
Antes de mi adolescencia disfruté acompañarlo a su trabajo
de vez en cuando. Era vendedor. Visitábamos a sus clientes en varias oficinas,
luego a la librería Zaplana y al final café y pan en el superleche. Una delicia.
Pronto amanecerá. Pienso en el lugar común: ya anciano el
padre, el hijo se convierte en una especie de padre de su padre. Tuve esa
convicción cuando me visitaba. Lo mismo mi hermana con quien vivió sus últimos
años. Y uno es capaz de sentir ternura de su propio padre, como tierno nos
parece el candor de un niño.
Del pueblo minero entre el bosque, a un catre con pulgas en
la capital y de ahí a la horrible vecindad. Luego a los llanos salitrosos de
Texcoco y de ahí al pueblo de Los Reyes. Un largo camino recorrido. Mario
recuerda los días en que ayudaba a los quehaceres en la casa rica donde su
hermana era una de las sirvientas. Recuerda el infarto de su hermana mayor, en esa
casa, un mediodía en que los patrones estaban de viaje: los muertos ahora,
después de tantos años, son muchos y se acumulan en recuerdos que aunque
vagos aumentan la percepción de
sobreviviente con la que ha venido lidiando desde hace algún tiempo. Ya incluso
–me lo confesó una noche- ha visitado funerarias para saber el costo de sus
exequias.
Durante décadas aprendió frente al ninguneo y la
discriminación, el despreciable arte de la burla mordaz; fue una especie de
acto reflejo al librar la cotidiana batalla por salir de la miseria e incrustar
a sus hijos como polizones a una clase media que él vislumbraba para ellos.
Hoy es fin de semana. Principios de los años setentas. Mario
se siente en el cenit de su existencia. Hoy su hija mayor se casa. En el espejo
se ve bien con su traje gris oscuro y su corbata a rayas, sus lentes cafés le
dan el aire de importancia que desea, algunas canas asoman tímidas en sus
sienes, se frota la piel de sus mejillas y se dice a sí mismo: -has triunfado. Y
termina de peinarse. Está en la plenitud de su camino. Tiene la secreta
convicción de que a la mitad de su vida ha vencido la miseria. Lo comprueba al escuchar
el sonoro Don Mario en boca de otros.
Muerdo sin sentir la uña del pulgar en estas cavilaciones.
Parece que la noche no quiere morir.
Hace más de tres décadas conoció a una mujer y abandonó a mi
madre. Abandonó todo y tanto, que no
asistió ni al entierro de su propio hermano. Quiero imaginar que valió la pena
para él. Aún con el dolor no percibí
nunca el anidamiento del rencor en mi corazón. En el inventario del hombre
pesan mucho los recuerdos de la niñez. Hoy estoy aquí, en este cuarto, con el peso de esos recuerdos que siendo tantos
me son al mismo tiempo leves y que al nombrarlos quedamente entre mis labios
aligeran mi alma, como leve quedó el pecho de mi padre, libre al fin del
marcapasos.
Ya amanece.