El reportero pidió permiso al funcionario para poner su grabadora
en el escritorio y la entrevista comenzó.
Preguntas y respuestas sin importancia. Una entrevista más, –cada
uno pensó-, qué aburrimiento.
Los permisos, los accidentes, las pruebas cardiacas a los
choferes, el precio de los trámites, el próximo inicio del tráfico vacacional
en carreteras, bla bla bla.
Al final, casi al despedirse, un libro llamó la atención del
reportero: Chichimécatl!, una edición muy rústica de pasta clara.
La conversación entonces tomó giros más trascendentes.
La historia de los antiguos pobladores de este desierto.
El funcionario se transformó en académico, en maestro; el
reportero tornóse en hombre curioso, en alumno atento. Y la plática fluyó
agradablemente hasta la despedida.
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Algunos años después volvieron a encontrarse.
El funcionario continuaba en el mismo puesto, en la misma
oficina. Ahora era un poco más agrio y parco.
Por su parte el reportero ya no era tan joven y en esos días
andaba muy optimista porque acababa de graduarse de licenciatura.
Otra vez la entrevista formal, otra vez los lugares comunes.
De pronto el funcionario calló. Miró fijamente a un punto
indefinido cerca del entrevistador, quien, por su parte, perplejo y confundido,
esperaba una respuesta a su pregunta.
El funcionario callaba y no apartaba la vista de aquél
punto, mientras lentamente retiraba su mano derecha del escritorio
aparentemente hacia sí mismo.
Confundido, el reportero preguntaba con sus ojos.
La mano del funcionario –que permanecía callado y con la
cabeza inmóvil- se deslizó hacia el primer cajón, lentamente
El periodista no acertaba a comprender qué sucedía. En sus
sienes palpitaba la incertidumbre.
De pronto, con un rápido y
brusco movimiento, el funcionario empuñó un gran matamoscas y lo dirigió muy
cerca del periodista, atrapando una mosca que apacible parecía pastar entre
las hojas, convirtiéndola en un segundo en una mancha negri-roja.
Luego una ligera sonrisa y
terminó la entrevista.
Después, otra vez antes de
despedirse, una amena conversación inició.
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Hoy, en el desayuno, entre las
páginas del diario me enteré que ayer murió Humberto Gómez Villarreal a la edad
de 85 años. En el obituario del inicio de primavera su nombre era el último.
Abogado, funcionario, pero sobre todo historiador. Un
académico de los de antes, de los que buscaron la historia, la re-inventaron,
la re-crearon, sin perseguir con su estudio nada más que la satisfacción de su
curiosidad intelectual y no los títulos.
Él era el funcionario de esta historia y yo el reportero.