Fue la primera vez que vi una mujer desnuda.
Yo tenía unos ocho o nueve años de edad. Y aunque a los ojos
de los demás era un niño muy callado, por mi mente bullían incesantes ideas,
deseos, pensamientos obscuros y claros, temores y reflexiones, en un hervor que
siempre me consumía.
Cualquiera que me viera no hubiera imaginado lo que bullía
en mi cerebro.
A veces yo mismo me sorprendía del alcance de mis
pensamientos.
Imaginaba -por ejemplo- que por una especie de encantamiento
voluntario- empequeñecía hasta alcanzar una altura de unos treinta centímetros
e iba por la calle viendo a las mujeres por debajo de sus faldas.
Esos eran pensamientos, imaginaciones.
Pero otras veces iba más lejos y mis ensoñaciones las
llevaba a la acción.
Una ocasión en que bañaban en una tina a Gustavo, mi hermano
pequeño, vi junto a él el tornillo de banco en que sostenían los estatores que
Mario -mi hermano mayor- embobinaba, e imaginé qué sucedería si oprimía las
puntas peladas de un cable eléctrico al tornillo y el otro extremo lo conectaba al
contacto de luz. Lo pensé durante varios minutos y se me "ocurrió"
hacerlo. Luego invité a mi hermano a tomar la barra metálica que da vuelta al
tornillo.
No es que no supiera que la corriente eléctrica fluiría,
pero quería saber qué pasaba en realidad.
Gustavo se quedó pegado por unos segundos y sólo la fuerza
de mamá lo despegó. La misma fuerza fue usada contra mi, para que no volviera a ocurrírseme algo similar.
Asi era yo en esos años.
Pero lo que ahora estaba viendo, rebasaba con mucho toda mi desbordada
imaginación.
Como dije, era la primera vez que veía una mujer desnuda, y
esa imagen se quedó grabada muchos años.
Era la señora Remedios, nuestra vecina. Una anciana, abuelita
de Manuel “el chueco”, el amigo de nuestros hermanos mayores.
Doña Remedios estaba flotando –iba a escribir “nadando”
porque asi lo imaginé- en medio de miles de litros de excremento y orines. Sus
blancas carnes contrastaban con el color café-crema de la inmundicia.
Acababa de suceder. Era mediodía.
Ella se estaba bañando muy quitada de la pena.
De pronto, el piso de madera húmeda
bajo sus pies crujió y se rompió, cayendo unos dos metros. En un segundo
Remedios estaba en las “aguas”, junto a la tina y algunos pedazos de madera que
también flotaban.
Imagino que al punto gritó.
“El chueco” y otros familiares
gritaron luego a los vecinos. En dos minutos ya estaba yo ahí junto a varios
niños contemplando la escena.
Atónitos.
Un gran agujero abierto en el piso
del baño dejaba al descubierto -como una visión- el interior de la fosa
séptica: las paredes de tierra del hoyo, cubiertas de una humedad viscosa,
brillaban a la luz del día y una pestilencia pastosa inundaba el ambiente. Doña
Remedios en el centro de la fosa, la única cosa viva e inmóvil en el depósito
de los excrementos acumulados durante años, estaba ahí con su voz, apenas un
murmullo, una queja contenida, enmudecida por la sorpresa de lo insólito, de lo
inimaginable, y por el pudor rendido ante la necesidad de auxilio en medio de
tantos ojos.
La presencia de los bomberos nos
devolvió a la realidad.
Pero la imagen vista perduró en el
imaginario de mi infancia.